Muñoz y Pabón, la pluma de Joselito

Muñoz y Pabón, junto a la pluma y la Esperanza Macarena.
En la Sevilla de 1920, un sector de aristócratas arcaicos y avinagrados por su clasismo aburguesado, se molestó a rabiar porque se decretó que las exequias de Joselito El Gallo tuvieran lugar en la Catedral. ¡Válgame el cielo! ¡Qué sacrilegio más grande supuso la osadía del Cabildo Catedralicio, proponer semejante encomio para un torero, que además tenía abolengo gitano!
Ante el aluvión de críticas palatinas y en defensa de aquel hercúleo torero, surgió la enfática caligrafía de un hombre humilde, tocado por la fe religiosa y ducho en poesía y escritura, el canónigo nacido en Hinojos (Huelva) Juan Francisco Muñoz y Pabón. Con el amparo de pluma, tintero y papel, Juan Francisco abanderó un clamor popular que la sevillanía más pura y sensitiva, había demostrado en el entierro de uno de sus vecinos más ilustres, aquel torero de dimensión épica, que siendo un chiquillo correteó por la emblemática Alameda, dando capotazos al viento andaluz que escolta, el cauce aceitunado del Guadalquivir.
No pudo tener mejor laudatorio el pequeño de Los Gallos, el canónigo de Hinojos supo ver con más claridad que toda la corte de patricios hispalenses, que la vida y obra de José, estaba predestinada a hacer girones la desidia del olvido.
De los dos alegatos que Juan Francisco publicó en El Correo de Andalucía, el segundo lo hacía para dar respuesta a una carta que le envió una señora anónima, que con mucha suspicacia había retirado del papel timbrado su identificativo blasón. Con estas palabras respaldó las exequias de Gallito en la Catedral: “Joselito contribuyó como un príncipe a todo lo noble, a todo lo grande, a todo lo santo que se proyectó en Sevilla. Ahí están, si no, las coronas de oro de la Virgen de la Esperanza de la Macarena y la del Rocío…;”. Añadiendo unos párrafos más adelante: “¡Desengáñese usted, señora! Joselito era aún más querido que admirado; y cuando las muchedumbres llegan a querer, crea usted que por algo quieren”.
Apelando a la doble moral que escenificaron los nobles, en el primer manifiesto apuntilló: “Por cierto que no han faltado títulos de Castilla -asistentes al acto- que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero… Pues, ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que los aduláis, formándoles corte hasta las mismas gradas del Trono; los que os disputáis sus saludos como una honra; tenéis en más sus autógrafos que los de cualquier intelectual consagrado, y pujáis sus reliquias -a veces las más íntimas- como las de un confesor de Jesucristo? ¡Cualquiera os entiende, piadosísimos varones!”.
Es simplemente increíble pensar que en aquel 1920, un “servidor y capellán”, como él mismo se definió en el escrito de la señora anónima, tuviera tanta entereza y temeridad, como para enaltecer la figura de un torero frente a las más altas alcurnias sevillanas. ¡Válgame el cielo! ¡Que espíritu más libre de servidumbres terrenales, tuvo que tener aquel humilde capellán hinojero!
El ejemplarizante comportamiento del canónigo, conmovió a la ciudadanía sevillana de tal manera, que se abrió una suscripción popular para regalarle una preciosa pluma de oro, diamantes y zafiros. Juan Francisco halagado por el significativo obsequio, lo donó a la Hermandad de la Virgen Esperanza Macarena y desde entonces, cada Jueves Santo, la imagen que tanto adoró Joselito, lleva fijada en el fajín de la saya, la fabulosa reliquia de su más profundo valedor.
Juan Francisco Muñoz y Pabón, murió en Sevilla el 30 de diciembre de 1920 a los 54 años, víctima de una dolencia pulmonar causada por el empedernido tabaquismo que practicaba. Tan solo siete meses después de la muerte del Coloso de Gelves, partió junto a él, para descansar en la eternidad de la Memoria Grande de España.
José Luis Cantos Torres